Guest Post

José Carlos Márquez Alcolea

 

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y Europa han sido socios estratégicos de primer orden: valores comunes, intereses coincidentes y objetivos compartidos constituyen los cimientos del vínculo transatlántico. Ambos tienen que hacer frente a una serie de retos comunes que incluyen la inquietud por un amplio abanico de asuntos económicos, así como el terrorismo, la proliferación nuclear, los conflictos armados y otras formas de inestabilidad en muchas partes del mundo. Ambos, además, son defensores de la democracia, de sociedades abiertas, de los derechos humanos y de los mercados libres.

Globo terráqueo con Europa en el centro

Sin embargo, la reciente elección de Donald Trump como 45º presidente de Estados Unidos amenaza con poner fin al modelo de relaciones transatlánticas originado en 1945. Su creencia de que Estados Unidos no recibe el respeto que se merece; de que aliados suyos, como la Unión Europea, se están aprovechando de su capacidad militar; su admiración por líderes fuertes como Putin y su tendencia aislacionista, según la cual Estados Unidos debe centrarse en sus propios problemas, con un concepto de interés nacional extremadamente básico, ha llenado de preocupación e incertidumbre a gobiernos de todo el mundo.

En Europa, la preocupación es mayor. La inesperada victoria electoral recalca las tensiones y contradicciones que desgarran la Unión Europea, poniendo en jaque sus políticas comerciales,con las negociaciones del TTIP (el Acuerdo de Libre Comercio entre EEUU y la UE) a la cabeza, la pretendida recuperación económica de la zona euro, su política de asilo, las complejas relaciones con Rusia tras la crisis de Ucrania (aún lejos de terminar), la gestión del Brexit, la capacidad para contener el auge de la extrema derecha y hasta el Acuerdo de París sobre cambio climático.

Es cierto que las promesas electorales de Trump recibirán una dosis de realidad a su llegada al poder que hará que muchas no lleguen a materializarse. También es cierto que el poder del presidente de Estados Unidos está limitado por el propio sistema estadounidense.

Hasta el momento, es difícil discernir cuál va a ser realmente su política exterior, no obstante, es indudable que Donald Trump posee una visión del mundo y del papel que Estados Unidos debe desempeñar en él profundamente alejada de la de sus predecesores. El enfoque de la política exterior de Bush y de Obama, por ejemplo, han sido muy distintos y opuestos en muchos aspectos. Pero las dos se enmarcaban dentro de una tradición de la política exterior norteamericana inmutable desde la Segunda Guerra Mundial. El libre comercio, el sistema de alianzas, y la vocación de actor internacional la definen.

Así, la llegada del presidente electo a la Casa Blanca supone una ruptura con esa línea. Su tendencia proteccionista y aislacionista a la vez que militarista, y su desconfianza hacia los países aliados, hacen prever cambios profundos del papel de Estados Unidos en este mundo cambiante.

Cambio en el paradigma de la seguridad europea

La nueva administración norteamericana supondrá, también, un áspero despertar para la Unión Europea en términos estratégicos y de seguridad. Por primera vez, un candidato a la presidencia de Estados Unidos calificaba la OTAN, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, de “obsoleta”.

En este sentido, si existe una crítica tradicional realizada por Estados Unidos a sus aliados europeos, es la del gasto en defensa. El 2% del PIB de cada Estado es el mínimo que exige la OTAN y una cifra razonable para el desarrollo de una defensa autónoma. Sin embargo, en 2016, solo 4 países europeos, contando a Reino Unido, cumplen el objetivo. Trump en campaña, ha asegurado que está dispuesto a no acudir en defensa de otro miembro de la Alianza que hubiera sido atacado, algo a lo que estaría obligado bajo el artículo 5 del tratado, si ese Estado no hubiera cumplido con los objetivos presupuestarios de la organización.

Ante esta amenaza, la Comisión Europea ha puesto sobre la mesa una serie de medidas como la creación de un Fondo Europeo de Defensa para ayudar a hacer más eficiente el gasto de los Estados miembros en capacidades de defensa conjuntas, reforzar la seguridad de los ciudadanos europeos y fomentar una base industrial competitiva e innovadora.

El pasado 30 de noviembre, el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, declaró: «Para garantizar nuestra seguridad colectiva, tenemos que invertir en el desarrollo común de tecnologías y equipos de importancia estratégica, y esto incluye desde las capacidades terrestres, aéreas, marítimas y espaciales, hasta la ciberseguridad. Para ello es necesario que los Estados miembros cooperen más y pongan más en común los recursos nacionales. Si Europa no cuida de su propia seguridad, nadie más va a hacerlo por ella. Con una base industrial de defensa que sea fuerte, competitiva e innovadora, tendremos autonomía estratégica».

Con todo, el futuro de la Europa de la defensa continúa siendo una incógnita. Las propuestas más ambiciosas, como la creación de un ejército europeo con cuarteles generales propios, continúan aparcadas. Parte de los Estados miembros se oponen a “crear duplicidades” replicando la estructura de la OTAN. Y persisten las considerables diferencias entre los Estados miembros en materia de política exterior.

Sin embargo, hay quien piensa que podemos encontrarnos ante una oportunidad. Decía Robert Schuman que “la necesidad hace a Europa”: el terrorismo yihadista y la gran crisis migratoria fueron las señales claras de que era necesario un cambio, y la victoria de Donald Trump puede ser el catalizador para una nueva política de Defensa comunitaria, una política que haga ala Unión Europa capaz de articular una estrategia sólida común y pase, de depender de Estados Unidos, a apoyarle en materia de seguridad.

Guest post de:  José Carlos Márquez Alcolea  @jcmarquam  [email protected]

Antiguo alumno de la UFV y colaborador del Instituto Robert Schuman de Estudios Europeos UFV